La cultura contra las armas y la IA: el movimiento para devolver el arte a sus creadores

Tras leer este artículo publicado en elDiario.es "Spotify pierde artistas críticos con la inversión en armas de su propietario: 'No queremos que nuestra música mate'", me he quedado con una sensación de inquietud que no puedo callar. Lo que ahí se denuncia no es un caso aislado, ni se limita solo a la música en Spotify. Por eso, he decidido compartir estos pensamientos: porque el problema es estructural, afecta a todo el ecosistema cultural y creativo, y nos interpela directamente como artistas, podcasters, espectadores y oyentes.
Inversiones bélicas en la industria del entretenimiento
Grandes empresas culturales han cruzado una peligrosa línea al invertir en tecnología militar. Un caso sonado es el de Spotify: su fundador y CEO, Daniel Ek, destinó 600 millones de euros a Helsing, una compañía que fabrica drones de guerra con inteligencia artificial. Esta inversión, realizada a través de su firma Prima Materia, ha indignado a muchos músicos. Bandas como Xiu Xiu o Deerhoof han decidido retirar su catálogo de Spotify en protesta, bajo el lema “No queremos que nuestra música mate a la gente”. El trío experimental Xiu Xiu, por ejemplo, anunció que está eliminando toda su música de la plataforma tras enterarse de que “Spotify usa el dinero de la música para invertir en drones de guerra”. Estos artistas denuncian que el streaming financie armamento sin que los usuarios siquiera lo sepan, y llaman abiertamente a cancelar suscripciones para no ser cómplices.
No es la primera vez que se revelan vínculos entre música y armas. La banda canadiense Godspeed You! Black Emperor evidenció hace 20 años las conexiones ocultas: la portada de su álbum Yanqui U.X.O. (2002) incluía un diagrama que enlazaba a gigantes discográficos como AOL Time Warner (Warner Music) con fabricantes de armas como Raytheon. En otras palabras, parte del negocio de las majors de la música ha estado asociado al complejo militar-industrial desde hace décadas. Esta realidad cobra nueva relevancia hoy: artistas y sellos independientes expresan hastío de que sus creaciones puedan contribuir, indirectamente, a la maquinaria bélica mundial. El sello Joyful Noise Recordings, por ejemplo, apoyó la retirada de Deerhoof afirmando que muchas plataformas digitales “se financian con fuentes que no se alinean con nuestros valores”. Sienten que los miles de millones ganados por ejecutivos como Ek gracias a los suscriptores acaban destinados a causas inmorales para quienes aman el arte.
Música e inteligencia artificial: artistas contra “la mierdificación” de la cultura
En paralelo, las plataformas buscan abaratar costes usando inteligencia artificial (IA) para generar contenido. Spotify ha sido acusada de inundar sus playlists con canciones creadas por IA y “artistas fantasma” que en realidad no existen. En junio de 2025 se descubrió que The Velvet Sundown, una supuesta banda psicodélica con dos discos y más de un millón de reproducciones, era completamente artificial: música, fotos y biografía fueron creadas algorítmicamente. Sus “integrantes” no aparecen en ningún registro real. Aunque sus autores negaron al principio ser un proyecto sintético, terminaron admitiendo que no eran del todo humanos ni del todo máquina. Este caso encendió el debate sobre la autenticidad y transparencia, obligando a cuestionar la creciente “mierdificación” de internet –la degradación deliberada de las plataformas– y la responsabilidad de Spotify y otras empresas de etiquetar claramente el contenido artificial.
Lo cierto es que Spotify lleva años fabricando artistas de mentira para engordar su catálogo sin pagar derechos. Desde 2016 se sabe que la empresa encargó a productores crear pistas instrumentales genéricas (piano “chill”, jazz ambiental, etc.) bajo nombres ficticios, diseñadas para colarse en playlists populares de música de fondo. Estos “artistas falsos” no tenían rostro ni presencia fuera de Spotify, con alias inventados como Jeff Bright Jr. o Wildflower Trio. ¿El objetivo? Asegurarse canciones baratas: si Spotify posee los derechos de esas músicas, no debe pagar regalías por ellas. Por cada pista fabricada que suena en Peaceful Piano o Deep Focus, la empresa se ahorra remunerar a un músico de verdad. Se calcula que decenas de estos artistas fantasma sumaron más de 520 millones de reproducciones, desplazando potencialmente a creadores genuinos. Este esquema interno –llamado Perfectly Fit Content– ejemplifica cómo una plataforma supuestamente cultural puede anteponer el algoritmo y el lucro al arte, saturando las playlists de música anestesiada y a la medida del consumo pasivo.
Frente a esta tendencia, muchos músicos alzan la voz. “Las composiciones hechas por IA no me conmueven. Son como efectos especiales sin contenido: las máquinas no tienen alma”, declaró el veterano Sting, advirtiendo que la industria tendrá que “dar batalla” para proteger el arte humano. De modo similar, Nick Cave tildó de “basura” una canción imitada por ChatGPT en su estilo, enfatizando que los algoritmos no sufren ni sienten, y por tanto no pueden crear arte con sentido humano. Incluso artistas que experimentan con IA, como Grimes –quien ofreció su voz simulada para que fans generaran temas compartiendo royalties–, insisten en que la IA debe ser una herramienta al servicio de la creatividad, no un substituto fraudulento. En esencia, los creadores no demonizan la tecnología en sí, sino su uso sin ética: lo que preocupa es que las discográficas y plataformas la utilicen para abaratar costes a costa del trabajo creativo, inundando el mercado de contenido vacío y desplazando a los músicos emergentes.
Hollywood se planta contra la explotación de la IA
El sector audiovisual ha vivido su propia rebelión. En 2023, guionistas y actores de Hollywood protagonizaron huelgas históricas para frenar el abuso de la IA por los grandes estudios. Su temor: que las productoras copiaran sus obras y rostros digitalmente sin permiso ni paga, socavando por completo sus derechos laborales. De hecho, varios actores denunciaron que los estudios empezaban a crear réplicas digitales de su cuerpo y voz sin consentimiento, arrebatándoles el control de su propia imagen. También surgió la inquietud de que las figuraciones (extras) fueran reemplazadas por clones digitales y que incluso actores fallecidos “volvieran” mediante IA sin autorización póstuma. En el caso de los escritores, existía el riesgo de que herramientas tipo ChatGPT fuesen usadas para generar guiones baratos imitando sus estilos, relegándolos.
La respuesta fue contundente: sindicatos unidos y meses de paro. Los guionistas (WGA) lograron en septiembre de 2023 un acuerdo pionero que prohíbe considerar a la IA como autora y blinda sus guiones para que no se utilicen para entrenar algoritmos. Por su parte, el sindicato de actores SAG-AFTRA mantuvo una huelga de 118 días hasta obtener en noviembre un compromiso firme de los estudios: la IA no podrá reemplazar actuaciones humanas y siempre requerirá consentimiento escrito y remuneración para usar la imagen o voz digital de un intérprete. El acuerdo establece normas para cualquier réplica virtual, garantizando que ningún actor será duplicado o alterado con IA sin autorizarlo y cobrarlo como corresponde. Este logro marca un precedente global: demuestra que el problema no es la IA en sí, sino cómo se usa sin ética ni respeto por los creadores, y que la unión del gremio puede imponer límites a las multinacionales del entretenimiento.
El discurso de estos profesionales enfatiza que la cultura no es simple “contenido” desechable. Por años, las plataformas de streaming como Netflix o Disney+ se beneficiaron de emitir cine y series sin pagar apenas residuales a sus creadores, tratando la creatividad como un catálogo más. Pero la época dorada del streaming dio paso a recortes y abusos: en 2023, estudios removieron obras completas de sus plataformas para ahorrarse pagos, dejando a artistas y fans con temporadas desaparecidas de la noche a la mañana. Ante tales atropellos, actores reconocidos como Bryan Cranston o Sarah Silverman clamaron que no permitirían ser suplantados por clones digitales, y guionistas como Charlie Brooker revelaron haber descartado usar ChatGPT por la pobre calidad y falta de humanidad de sus propuestas. La victoria de Hollywood contra la explotación de la IA ha inspirado a otros sectores: “Los actores y guionistas se unieron meses contra la explotación de la IA y por salarios justos, y lograron un cambio real. ¿Por qué los músicos no podemos hacer lo mismo?”, planteaba el músico Morris Mills al anunciar que retiraba su música de Spotify en solidaridad. Su mensaje subraya una toma de conciencia común: toca ponerse en pie para que la tecnología sirva a la cultura y no para exprimirla.
Monopolios digitales: redes y pódcasts en disputa
El problema va más allá de la música y el cine. En el mundo de las redes sociales y las grandes tecnológicas también se reproduce esta alianza con fines militares y de vigilancia. Compañías como Google, Meta (Facebook) o Amazon han pasado de evitar la industria armamentística a lanzarse abiertamente al negocio de la guerra. En EE. UU., Silicon Valley ahora firma jugosos contratos con el Pentágono e incluso con el ejército de Israel para proveer servicios en la nube e IA militar. Un informe de la ONU llegó a describir una “economía del genocidio” en los territorios ocupados, donde empresas tecnológicas, proveedores cloud y fabricantes de armas están profundamente entrelazados. Según esa investigación, gigantes como Microsoft, IBM, Google o Amazon participan en sistemas de vigilancia masiva: IBM contribuye a bases de datos biométricos de población, mientras Microsoft, Palantir, Google y Amazon suministran infraestructura en la nube al gobierno y ejército israelí. Incluso se han visto altos ejecutivos de Meta u OpenAI vistiendo el uniforme de coronel de reserva, en nuevos programas donde el Departamento de Defensa incorpora talentos de Silicon Valley. Las fronteras entre Big Tech y el poder militar se difuminan, alimentando preocupaciones éticas enormes: ¿Qué supone que nuestros datos personales y redes sociales puedan alimentar sistemas de armas o espionaje sin nuestro consentimiento?. Como advierte la investigadora Lorena Jaume-Palasí, la tecnología moderna nació con fines bélicos (Internet surgió como proyecto militar, el GPS guiaba misiles antes que automóviles), y hoy las empresas digitales más poderosas del mundo usan la “seguridad nacional” como excusa para evitar regulaciones y concentrar poder. En resumen, las redes sociales que usamos a diario no están tan desconectadas de la industria del espionaje como quisiéramos creer. Por ello, cada vez más usuarios conscientes migran a alternativas abiertas y éticas –por ejemplo, dejando la plataforma X (antes Twitter) de Elon Musk, para unirse a redes federadas como Mastodon, donde ninguna corporación puede monetizar sus datos con fines oscuros.
Un caso particular es el podcasting, nuevo campo de batalla cultural. Tradicionalmente, los pódcasts han vivido en un ecosistema abierto, distribuidos mediante feeds RSS que cualquier oyente puede sintonizar con la app de su preferencia. Sin embargo, empresas ansiosas de monopolio intentan cerrar este medio libre. Spotify, por ejemplo, invirtió cientos de millones comprando productoras y exclusivas de pódcasts populares, buscando que la gente escuche dentro de su plataforma cerrada (donde controla la publicidad y los datos). En el mundo hispano, iVoox se erigió en un portal central de pódcasts en español, pero muchos creadores lo critican por insertar anuncios en sus episodios sin compartir un céntimo. Efectivamente, servicios de alojamiento “gratuito” suelen aprovechar el contenido de los podcasters para autopromocionarse o lucrar. Una reseña sobre plataformas de pódcast advertía que “tu contenido podría ser utilizado para promocionar [la plataforma] sin consentimiento ni compensación”, quejándose usuarios de prácticas abusivas en sitios como Anchor (propiedad de Spotify). En otras palabras, el podcaster pone el trabajo y estas compañías ponen la publicidad, cobrando a espaldas del creador.
Frente a esto ha nacido un movimiento entre podcasters independientes: al igual que los músicos llaman a “compra el vinilo” o “ven al concierto” para saltarse al intermediario, los podcasters piden a su audiencia escuchar mediante apps abiertas, no controladas por ningún gigante. Hay decenas de aplicaciones y directorios libres (Pocket Casts, Podcast Guru, AntennaPod, entre otras) que reproducen los programas directamente desde la fuente original, sin imponer publicidad extra ni intromisiones. Usándolas, el oyente apoya un Internet más descentralizado, donde cada creador decide cómo monetizar (si es que lo hace) sin ceder el control de su obra. Del mismo modo, muchos productores están explorando modelos de mecenazgo directo (Patreon, suscripciones voluntarias) en lugar de depender de los centavos que reparten Spotify o YouTube. El mensaje de fondo es claro: si disfrutas un pódcast, apóyalo en sus canales oficiales y evita las plataformas que se apropian de su contenido. Solo así el podcasting seguirá siendo un medio libre donde cualquiera puede expresarse, en vez de otro feudo de las grandes corporaciones.
Devolver la cultura a sus creadores
Todas estas iniciativas dispersas –boicots a Spotify, huelgas en Hollywood, migraciones a Mastodon, campañas por un podcasting abierto– forman parte de un movimiento cultural más amplio: el de retornar el poder del arte a quienes lo hacen posible. En la última década, hemos visto cómo las grandes empresas digitales y del entretenimiento han ido “ensuciando” sus servicios para atrapar el mercado. Ofrecen al inicio comodidad y variedad, pero una vez dominan, sacrifican calidad, ética y democracia cultural en pos del monopolio. Es la enshittification o mierdificación de las plataformas: convertir algo valioso en basura con tal de exprimir ganancias. Los ejemplos sobran. Spotify, nacida para “democratizar” la música, hoy es acusada de aliarse con la IA y la maquinaria de guerra traicionando los valores artísticos. Netflix y Disney+, que prometían acceso universal al cine, terminaron pagando mal a sus creativos y restringiendo contenido tras vencer a la competencia. Meta (Facebook/Instagram) y otras redes, que decían “conectar el mundo”, ahora venden nuestros datos al mejor postor, sea un anunciante o un gobierno. Las promesas culturales de estas plataformas devinieron distopías corporativas.
Pero la resistencia ha comenzado a dar frutos. Cuando creadores y público se unen, obligan a cambiar el rumbo: huelgas que consiguen proteger derechos frente a la IA, usuarios que emigran de servicios abusivos provocando caídas en bolsa, artistas que recuperan control vendiendo directamente a sus fans. Este renacimiento se basa en valores como la transparencia, la justicia y la autonomía creativa. Supone volver a apreciar la música en vivo o en físico, el cine en salas o ediciones que poseemos, las redes sociales comunitarias sin espionaje, los pódcasts distribuidos sin candados. En definitiva, reconectar la cultura con quienes la crean y con quienes la aman, esquivando a los intermediarios que la pervierten. No se trata de nostalgia tecnológica, sino de actualizar el pacto cultural: la tecnología y el capitalismo deben estar al servicio del arte y la sociedad, no al revés.
“Spotify es una vergüenza. No crea nada, no invierte nada en las artes, no respeta a los artistas y no es más que un cártel aliado con las grandes discográficas, un puñado de megaestrellas, y ahora también intenta aliarse con la inteligencia artificial y la maquinaria de guerra”, sentenció el músico James Kennedy. Su denuncia resume el sentir de toda una generación de creadores. Frente a ello, la respuesta es contundente: boicotear, evitar, condenar estas prácticas y “decir a los demás que hagan lo mismo, en voz alta”. Solo así se rompe el círculo vicioso. La cultura no debe matar, espiar ni empobrecer a nadie; la cultura debe liberar, cuestionar y enriquecer. Para lograrlo, necesita volver a manos de sus legítimos dueños: los artistas y el público, codo con codo. Es un cambio de paradigma en marcha, una rebelión creativa que busca quitarle las armas (literal y metafóricas) a las empresas y devolvérselas a la imaginación humana. Los ejemplos recientes, por sangrantes que sean, nos dan esperanza de que este movimiento cultural siga creciendo hasta recuperar la esencia: el arte como expresión libre, ética y auténtica, por encima del dinero y el poder.