“El ingrediente inesperado” - Capítulo 7

“El ingrediente inesperado” - Capítulo 7
Foto: Daniel Aragay

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Tras la marcha de Bom, Sebastián decidió dar un paseo para aclarar sus ideas y pensar qué hacer en las próximas horas. Todos los planes que tenía en mente se habían desmoronado por completo.

Para asegurarse un lugar donde pasar la noche, le comunicó a Lak que se quedaría un día más en el hotel. No hubo ningún problema.

Probablemente Lak ya intuía el motivo por el cual Bom se había marchado sin Sebastián, pero no hizo ningún comentario al respecto.

Sebastián siguió el camino junto al río hacia el sur, una zona repleta de turistas occidentales. No desentonaba entre ellos: parecía estar en cualquier ciudad europea, salvo por el detalle de que todo el personal que trabajaba allí era asiático. Aquello le pareció artificial, casi una postal prefabricada, muy lejos de la autenticidad que había vivido junto a Bom.

Eran las cinco de la tarde, pero el calor seguía apretando con fuerza. Entró en un bar abarrotado de turistas occidentales. Por suerte, encontró una mesa libre y se apresuró a ocuparla antes de que alguien más lo hiciera.

Pidió un té tailandés con hielo y un plato de miang kham, aquel snack tailandés que Bom le había enseñado a preparar. Recordaba bien el ritual: hoja de betel, trocito de lima con piel, cacahuetes, jengibre, chile, coco tostado y una cucharadita de salsa densa por encima. Cada bocado era una explosión de sabores y texturas. Mientras lo preparaba, un hombre de la mesa contigua, también occidental, lo observaba curioso.

Mientras se concentraba en montar el primero, oyó claramente unas voces en español procedentes de la mesa contigua. Un par de hombres conversaban animadamente entre cervezas, comentando lo “picante que estaba todo” y lo difícil que era pedir algo sin que te echasen cilantro. El acento le sonó inequívocamente valenciano.

—Excuse me —dijo uno de ellos, girándose hacia él con curiosidad—, is that Thai food?

Sebastián sonrió y respondió en español:

—Sí, y por cierto, soy español. De Madrid.

Los dos hombres se rieron y uno de ellos alzó la cerveza como brindando.

—¡Hombre! ¡Qué casualidad! Nosotros somos de Valencia.

—Sebastián —se presentó él, con una inclinación de cabeza.

—Toni —respondió uno de ellos, el que había hecho la pregunta—. Y él es Ximo. ¡Encantado!

—Igualmente.

—¿Y eso qué es? Tiene buena pinta —preguntó Toni, ahora sí en español, señalando su plato con curiosidad.

Sebastián asintió.

—Se llama miang kham. Me lo enseñó una guía tailandesa. Tienes que montarlo tú mismo, parte del encanto está en eso.

—Pues qué suerte —dijo el otro, apoyando la cerveza en la mesa—. Eso no lo enseñan los guías, al menos no en los viajes organizados. Yo voy con uno de esos paquetes turísticos, ya sabes, templos, mercados, fotos con elefantes… Está bien, pero es todo como… prefabricado.

—Sí, entiendo lo que dices. Esto es otra cosa. Hasta vi películas tailandesas. Todo muy interesante.

—Lo que daría yo por vivir algo así. Pero bueno, supongo que preferí más seguridad que aventura. No sé… que me lo den todo hecho. Es cómodo, pero a veces uno siente que se está perdiendo algo.

Sebastián se quedó mirando su bocado sin probarlo aún. Esa frase le había tocado algo por dentro.

Porque él no era de los que pedían que les prepararan todo. Nunca lo había sido. Cuando abrió su primer restaurante en Madrid, no tenía inversores, ni un gran plan. Solo el deseo de cocinar, de compartir algo que salía de sus manos, de su pasión. Y lo hizo sin red. Fue puro salto al vacío.

¿Por qué, entonces, ahora había actuado como si necesitara garantías? Como si no pudiera permitirse confiar. Como si… el miedo se le hubiera colado sin avisar.

—¿Y tú qué vas a hacer mañana? —preguntó el otro, sacándolo de sus pensamientos.

— No lo sé aún —dijo Sebastián, encogiéndose de hombros—. Supongo que volveré a Bangkok. Y de ahí, a España.

El otro levantó las cejas, sorprendido.

—¿Estás loco o qué? ¡Pero si mañana empieza lo bueno! Estamos en Songkran, tío. La fiesta grande. El año nuevo tailandés. Agua por todas partes, música, la gente en la calle como si fuera el fin del mundo… pero bien. Es una pasada.

—Sí, lo sé. Ella me lo había mencionado, pero…

—¿Pero qué? —interrumpió el hombre, riendo—. ¿Te vas a ir justo antes del mejor día del año? Yo me quedo solo por eso. Imagínate: calles llenas, todo el mundo mojado, y nadie se enfada. Puedes lanzar cubos de agua a desconocidos y te dan las gracias. Es como volver a ser niño por un día.

Sebastián sonrió, casi sin querer.

—Suena bien.

—No suena bien, es brutal. No te vayas aún. Quédate un par de días más, disfruta hombre.

Sebastián asintió, pero esta vez con una chispa en los ojos. Como si una vieja parte de él, dormida desde hacía tiempo, se estuviera desperezando.

Una vez terminó el miang kham, se despidió de los turistas y regresó al hotel. Esta vez no caminaba sin rumbo: parecía que tenía un plan. Ir al encuentro de Bom. Terminar lo que se había propuesto desde el principio: encontrar el ingrediente misterioso, dejar atrás sus prejuicios y vivir la aventura con todas sus consecuencias. Vivir el momento. Y disfrutarlo.

—¿Cómo llegar a Chiang Mai? —pensó mientras subía por el margen del río, en dirección contraria a la mayoría de turistas, que ya empezaban a dirigirse hacia el mercado nocturno.

¿Ir en autobús? ¿En tren? ¿O quizá alquilar un coche?

Alquilar un coche le parecía la opción más atrevida, más libre.

Y eso era lo que haría el Sebastián aventurero.

El de verdad.

Una vez en el hotel, Sebastián se dirigió al despacho de Lak. Mientras hablaban, su mirada se escapaba de vez en cuando hacia la foto enmarcada sobre la estantería: la que sin querer había desencadenado todo.

Esta vez la miró distinto. No con sorpresa, ni con juicio. Solo con una mezcla de respeto y melancolía.

Le explicó su idea de ir a Chiang Mai alquilando un coche. Lak se alegró al saber que no regresaría a Bangkok, sino que había decidido continuar con su aventura.

—¿Vas a intentar reunirte con Bom? —preguntó Lak, con un tono sereno.

—Lo intentaré —respondió Sebastián. No tenía certezas, pero sí una decisión firme.

Lak cogió su móvil, abrió la aplicación de mapas y le apuntó la dirección exacta.

—No sé si querrá verme después de cómo terminó nuestra charla —añadió Sebastián, con cierta angustia.

—No te preocupes —dijo Lak con una sonrisa cálida—. Estoy seguro de que se alegrará mucho de verte.

Y tras una breve pausa:

—Y no te preocupes por el coche. Yo me encargo de todo. Mañana por la mañana tendrás uno esperándote en la entrada del hotel.

—Muchas gracias —dijo Sebastián, sinceramente conmovido. Se acercó y lo abrazó. Fue un gesto espontáneo, que tomó por sorpresa a Lak, pero que aceptó con una sonrisa sincera y un leve apretón en la espalda.

Antes de que Sebastián saliera del despacho, Lak le preguntó:

—¿Vas a ir al mercado nocturno esta noche?

—No lo creo. Meterme en un lugar lleno de farangs…

Lak soltó una carcajada al escuchar a un occidental quejarse de los occidentales.

—Ahí vamos todos, farangs y no farangs —dijo entre risas—. Pero si quieres, te puedo llevar yo y comemos en el puesto de un buen amigo mío. Tiene una sopa de pato que está deliciosa.

—Me encanta el plan —respondió Sebastián con una sonrisa.

—¿En una hora en recepción?

—Sí, en una hora.

Sebastián salió del despacho y se dirigió a su habitación. Se dio cuenta de que en los últimos dos días apenas había usado el teléfono móvil. Lo desbloqueó, se conectó a la wifi del hotel y enseguida le llegó un mensaje de su hija:

“Papá, ¿dónde te has metido? ¿Ya llegaste a Madrid?”

Sebastián se dio cuenta de que, en esas últimas 48 horas, su vida en España se había quedado en pausa. No había hablado con nadie del restaurante, ni con su hija. Era como si hubiera desconectado del mundo anterior sin proponérselo, completamente absorbido por el presente.

Mandó un mensaje rápido a Dani, el sous chef, para tranquilizarlo:

“Todo bien por aquí. Al final decidí explorar un poco más el norte. Llegaré tal como estaba previsto, no te preocupes.”

La respuesta no tardó en llegar:

“Disfruta del viaje, jefe. Ya te pondré al día cuando vuelvas. Aquí todo bajo control. Abrazo.”

Después llamó a su hija. Al segundo tono, ella respondió con tono medio enfadado y medio aliviado:

—¡Papá! ¿Dónde te has metido? ¡Hace días que no sé nada de ti!

—Lo sé, perdón. Cambié los planes a última hora… ahora estoy en Phitsanulok, en el norte.

—¿Phitsano… qué? —preguntó entre risas.

—Phitsanulok —repitió él con tono juguetón—. Es una ciudad intermedia, entre Bangkok y Chiang Mai. Muy diferente de lo que había visto hasta ahora. Más auténtica. 

—¿Y estás bien? ¿Vas solo?

—Sí, muy bien. Estoy con una guía muy simpática que me está enseñando muchas cosas. Estoy aprendiendo más que en cualquier guía de viaje.

—Pues mándame fotos, ¿no? Que me cuentas cosas pero no me enseñas nada.

Sebastián rió. Le contó que había probado por primera vez el durian, que no era tan terrible como lo pintaban, aunque el olor aún lo perseguía, había visto cine tailandés y comido cosas riquísimas. Compartir esos recuerdos en viva voz, contarlos con detalles y risas, le dio aún más ganas de volver con Bom. De seguir la ruta con ella. De no dejar que terminara ahí.

—Me alegra que estés disfrutando, papá. Se te nota en la voz. No corras para volver, ¿vale?

—Prometido.

Colgó con una sonrisa. Esa breve conversación le había recordado quién era. Y por qué estaba allí.

Apenas tuvo tiempo para asearse un poco, cambiarse de ropa y llegar puntual a la recepción del hotel. Allí estaba Lak, charlando animadamente con unos clientes.

—¿Listo? —preguntó Lak.

—Sí. Vámonos.

Tomaron rumbo de nuevo hacia el sur, bordeando el río. Durante el trayecto, Lak y Sebastián conversaron de lo que más les apasionaba: la cocina. De chef a chef, hablaron sobre las diferencias entre la gastronomía española y la tailandesa, de cómo en occidente los sabores se perciben como matices sutiles, mientras que en Tailandia pueden sentirse, para quien no está habituado, como una auténtica explosión. En occidente se valora la contención, la depuración de ingredientes. En cambio, la cocina tailandesa se desborda en hierbas y especias: allá donde en Europa se usan pizcas, en Tailandia se usan manojos.

Media hora después llegaron al mercado, tal y como Sebastián se lo había imaginado: lleno de turistas occidentales. Sin embargo, caminando junto a Lak, se sentía más tailandés que español, más local que visitante.

El mercado era un laberinto de pequeños puestos, algunos vendiendo souvenirs, ropa o joyas, otros ofreciendo comida callejera humeante. Todo le recordó al mercado que había visitado en Bangkok dos días antes.

Fueron directos al puesto del amigo de Lak, un señor de edad similar, aunque algo más robusto. Su puesto era sencillo pero imponente: una gran mesa repleta de recipientes. En el más grande humeaba un caldo oscuro, y alrededor había una veintena de cuencos con ingredientes: fideos, carnes variadas, verduras frescas, fermentados, albóndigas, ajo frito… Sebastián llegó a contar más de veinte ingredientes en menos de tres metros cuadrados.

El cocinero preparó las dos sopas con una soltura asombrosa. En menos de un minuto tenía los tazones listos: primero los fideos, luego los vegetales frescos, un poco de fermentado, las piezas de pato ya cortadas, una generosa cucharada de ajo frito y, finalmente, uno de los cuatro caldos que tenía en grandes ollas. Algunos clientes pedían para llevar, y él las servía en dos bolsas de plástico: una para el caldo, otra para los ingredientes sólidos. Práctico y eficiente.

Lak y Sebastián se sentaron en una mesa de picnic cercana. Lak le enseñó cómo aderezar la sopa al gusto, como haría cualquiera en Tailandia. Si en España encuentras en la mesa la vinagrera con aceite, vinagre, sal y pimienta, en Tailandia hay salsa de pescado con rodajas de chili, azúcar blanco, vinagre, chili en polvo y chili en aceite. Cada quien afina su sopa a su paladar. Sebastián no pudo evitar recordar su infancia con el Quimicefa; preparar su sopa le parecía igual de divertido: buscar la fórmula perfecta. Tras varios intentos, dio con la suya: picante, con un punto agrio y un toque sutil de dulzor.

Comieron en silencio. No hacía falta decir nada. La sopa era tan rica que todos los sentidos estaban ocupados en saborearla. No había espacio para las palabras.

Después, pasearon sin prisa por el mercado. Para rematar la experiencia, compraron unos pequeños plátanos secos al sol, de no más de diez centímetros de largo. Los fueron mordisqueando en el camino de vuelta al hotel, aún saboreando la armonía de aquel día.