“El ingrediente inesperado” - Capítulo 6

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Continuamos con el viaje de Sebastián!
El despertador sonó a las 7:30 de la mañana. A pesar de que la cama era cómoda, Sebastián apenas había pegado ojo. La imagen de la fotografía con la revelación de Bom le rondaba la cabeza como una pesadilla que se niega a desvanecerse al amanecer. Saber que había sido un chico, que era una mujer trans, había hecho tambalear toda la imagen que se había construido de ella. Se sentía confundido, traicionado, incluso engañado. Pero más que nada, se culpaba a sí mismo por no haberlo “notado”.
“Con la fama que tiene Tailandia por los ladyboys…”, pensaba con amargura. Recordaba vídeos en redes sociales, clips cortos donde otros occidentales como él quedaban en shock al descubrir que la chica con la que habían estado flirteando era una persona trans. “¿Cómo he podido ser tan estúpido?”, se repetía sin descanso.
Y ahora, ¿qué hacía? ¿Seguir con el plan? ¿Disimular? ¿Huir?
Habían quedado para pasear por Phitsanulok, volver a comer en casa de Lak y después subir juntos a Chiang Mai. Pero Sebastián no estaba seguro de nada.
“¿Y si me vuelvo a Bangkok? ¿Y para qué he venido entonces? ¿Qué sentido tiene todo esto?”
El despertador seguía sonando, machacándole el oído como una cuenta atrás para tomar una decisión. Finalmente, se levantó, lo apagó y se dirigió al baño. Necesitaba una ducha. Tal vez el agua lo ayudaría a aclarar la niebla que le nublaba la cabeza.
Cuando bajó al comedor, la mesa ya estaba servida. Bom, animada, charlaba con Lak y sonreía con esa calidez suya que solía contagiar a cualquiera. Al ver a Sebastián, le dedicó una sonrisa luminosa, sincera, como si el día empezara de cero. Sebastián, en cambio, apenas esbozó una mueca que pretendía parecer una sonrisa, pero quedó en un gesto tenso, forzado.
Bom lo notó al instante, pero no quiso darle demasiada importancia. Tal vez no había dormido bien, pensó. O quizá necesitaba café antes de volver a ser persona, como le ocurría a mucha gente.
—Como ves, el desayuno tailandés no se parece al de un hotel occidental —dijo Bom con entusiasmo, intentando romper el hielo que empezaba a congelar el ambiente—. Aquí es como una comida más.
Le fue señalando uno a uno los platos sobre la mesa con ese gesto orgulloso y alegre con el que alguien comparte algo propio, familiar. Había mupins, esos pinchitos de carne que Sebastián ya había probado en los puestos callejeros, unas pequeñas salchichas rellenas de chiles enteros, tiras secas de carne frita —seguramente cerdo—, arroz jazmín humeante, arroz glutinoso y en el centro, un bowl rebosante de hierbas frescas, hojas aromáticas, rodajas de jengibre y algunas verduras crujientes.
—Hay café y té en esa mesa —añadió Lak, señalando una mesa auxiliar. Sobre ella, un termo de café, otro de agua caliente, azúcar en un recipiente metálico y unas pequeñas tarrinas de crema sumergidas en un cuenco con hielo para mantenerlas frías.
Sebastián, antes de sentarse, se acercó a la mesa del café. Parecía querer retrasar lo inevitable: enfrentarse cara a cara con Bom. Se sirvió una taza llena, sin prestar atención. No puso azúcar ni crema, algo totalmente inusual en él. Tal vez, de forma inconsciente, buscaba castigarse con un café tan amargo como el nudo que llevaba dentro. Al menos así tendría algo externo en lo que fijarse, algo que distrajera el sabor agrio de sus pensamientos.
Finalmente, se sentó y, esforzándose por parecer amable, sonrió levemente hacia Lak.
—Everything looks amazing —dijo en inglés, refiriéndose a la comida.
Comieron mientras Bom preguntaba a Lak, también en inglés, cuál sería la mejor opción para una visita corta por la ciudad. Lo hacía así a propósito, para que Sebastián pudiera seguir la conversación y saber qué lugares iban a visitar. Pero él apenas prestaba atención. Su mente seguía anclada a la fotografía, al desconcierto, a las preguntas sin resolver.
Observó en silencio cómo comían Bom y Lak. Usaban las manos con naturalidad, cogiendo pequeñas porciones de arroz glutinoso —ese arroz pegajoso y denso que se apelmazaba perfectamente— y con él atrapaban un trozo de cerdo frito o una rodaja de salchicha con chili.
—Así es como comíamos antes de que llegaran a Tailandia la cuchara y el tenedor —comentó Lak, al notar la mirada intrigada de Sebastián.
Él asintió sin decir nada y los imitó. El arroz, con su textura densa, facilitaba atrapar los sabores. Probó un bocado con cerdo y, después, una rodaja de jengibre fresco. La combinación era perfecta: el picante y la frescura del jengibre borraban de golpe la sensación aceitosa del frito.
El plan estaba hecho. El desayuno —que más parecía un almuerzo— llegó a su fin. Se levantaron con calma y se dispusieron a salir a pasear por la ciudad.
Sebastián tenía sentimientos encontrados. Por una parte, le apetecía salir, ver el templo que les quedaba cerca, distraerse. Pero por otra, la incomodidad le pesaba como una mochila llena de piedras. Pensó en inventar una excusa y quedarse en el hotel. Pero no lo hizo. Algo dentro de él le decía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a la situación.
Tal vez encontraría el momento de decirle algo. Tal vez. Antes de que Bom lo notara del todo.
Aunque ella… ya lo había notado.
Visitaron el templo de Wat Phra Si Rattana Mahathat, también conocido como Wat Yai.
Justo en la entrada, Bom compró dos pequeñas bolsitas que contenían una vela, tres varillas de incienso y una lámina delgada de pan de oro. Le entregó una a Sebastián.
—Luego te explico cómo funciona —dijo con una sonrisa, intentando suavizar la tensión que aún flotaba entre ellos.
Se descalzaron y entraron al templo. A un lado, donde ardían varias velas, encendieron las suyas usando la llama de otra ya encendida. Más adelante, hicieron lo mismo con el incienso, aunque Bom no lo colocó aún en el receptáculo junto a las demás.
Al fondo del templo, en el centro del ubosot, se alzaba la imagen del Phra Phuttha Chinnarat. Era, sin duda, la figura de Buda más hermosa que Sebastián había visto en su vida: imponente, de unos tres metros y medio de altura, resplandeciente bajo la luz natural que se colaba por las ventanas altas.
—¿Es de oro macizo? —preguntó Sebastián en voz baja, impresionado.
—No, está hecho de bronce y recubierto de pan de oro —respondió Bom mientras le mostraba la pequeña lámina que aún conservaba en la bolsa.
Bom se arrodilló frente al Buda, al igual que otros tailandeses que hacían lo mismo. Juntó las manos con las tres varillas de incienso en el centro y cerró los ojos. Murmuró una oración que duró poco más de un minuto, en completo silencio interior.
Sebastián la observó con dulzura. No era justo lo que estaba haciendo. Se estaba comportando como un cretino. Apenas le había dirigido la palabra desde el desayuno, y sin embargo, ahí estaba ella: respetuosa, serena, generosa incluso en su silencio.
Cuando terminó de rezar, Bom se levantó, clavó las varillas de incienso junto al resto y salieron juntos del templo.
En el exterior, junto a unas esferas de cemento que parecían enormes sandías talladas, colocaron sus fragmentos de pan de oro. Al contacto con la piedra, el oro se adhirió casi al instante, como si no hubiera resistencia. Como si, pese a todo, hubiera cosas que aún podían unirse.
Caminaron en silencio junto al río durante un buen rato. Las calles seguían llenas de vida, pero entre ellos se había instalado algo distinto: una distancia que no era física, sino emocional. Bom notó el cambio, aunque no dijo nada hasta que se detuvieron frente a un puesto de flores flotantes.
Las pequeñas balsitas redondas hechas de hojas de plátano, con pétalos de colores y velas en el centro, estaban alineadas sobre una mesa. A pesar de que no era época de Loi Krathong, algunas personas las compraban igual, como ofrenda personal. Bom acarició una de ellas con los dedos, pero no dijo nada. Sebastián, a su lado, simplemente observaba, sin saber si debía hablar o seguir fingiendo que todo estaba bien.
Siguieron caminando. A pocos pasos, entraron al Wat Nang Phaya, un templo mucho más pequeño, casi escondido entre árboles. El ambiente era tranquilo, íntimo, como si el mundo se hubiera silenciado por un momento. Dentro, apenas había turistas. Un monje mayor barría las hojas del patio y les saludó con una leve inclinación de cabeza. Bom devolvió el gesto. Sebastián solo observó.
Después cruzaron la calle y se acercaron al Chan Palace, o lo que quedaba de él: un espacio abierto con estructuras restauradas y ruinas marcadas por el tiempo. Allí, según decía Bom, había vivido el rey Naresuan cuando era niño. Sebastián no prestó demasiada atención al relato histórico. Su cabeza estaba en otro lugar. Pero sí se detuvo frente a una estatua del rey, representado con armadura, mirando al horizonte.
Sobre el mediodía regresaron al hotel de Lak, donde ya les esperaba con la mesa preparada. Sebastián se sorprendió al ver todo dispuesto justo cuando llegaban; quizás Bom le había enviado un mensaje a escondidas durante el camino.
Esta vez, Lak les tenía preparado un auténtico festín. Sobre la mesa había ensalada de papaya, Hor Mok, una fuente rebosante de verduras y hierbas frescas tailandesas, y arroz jazmín humeante.
Se sentaron y Lak comenzó a explicarle a Sebastián, en inglés, el contenido de cada plato. Él solo reconocía la ensalada de papaya. El Hor Mok le llamó poderosamente la atención: un pudín elaborado con salmón, curry rojo picante, leche de coco y huevo, cocinado al vapor sobre una base de hojas de noni —llamadas bai yor en tailandés—, que aportaban un sabor intenso y ligeramente amargo. El conjunto se servía dentro de pequeñas cestitas hechas con hojas de plátano y se decoraba con un hilo de crema de coco y tiras de chile rojo cortadas en diagonal.
Sobre la ensalada, Lak comentó que la había preparado con menos chiles de lo habitual, ya que normalmente es un plato bastante picante. Esta versión incluía además gambas y pequeñas sepias. La combinación del picante del chile, el ácido del zumo de lima, la dulzura del azúcar de coco y el umami de la salsa de pescado, unida a la variedad de texturas —desde el crujiente de la papaya, los cacahuetes y los mariscos, hasta la suavidad del tomate—, convertía la ensalada en una experiencia casi extrasensorial.
De postre, sirvió Saku Khao Pod en pequeñas tarrinas de cristal, donde se apreciaban claramente las perlitas de tapioca mezcladas con granos de maíz dulce y coco joven, todo cubierto con una capa de leche de coco espesa. A Sebastián le recordó al flan, aunque más ligero y refrescante. Le sorprendió la delicadeza del sabor dulce con un sutil toque salado, y una vez más, la diversidad de texturas: del crujiente al cremoso, todo en equilibrio.
Cuando terminaron de comer, Bom y Sebastián se quedaron solos en la mesa. Bom, incapaz de contener más su inquietud por el cambio en el comportamiento de Sebastián, rompió el silencio:
—Desde esta mañana estás raro —dijo ella, sin mirarlo—. ¿Pasa algo?
Sebastián dudó. Tragó saliva.
—Vi una foto en la oficina de Lak —confesó al fin—. No sabía… no me imaginaba que tu antes eras un...
Bom, con expresión serena y una sombra de resignación en la mirada, preguntó.
—¿Y ahora que lo sabes?
—No sé —balbuceó—. Me sorprendió. No lo esperaba, eso es todo.
—¿Y te molesta? —preguntó ella con calma.
—No es tan sencillo. Es… confuso.
Bom asintió con un gesto breve, sin ofenderse.
—No estás obligado a entenderlo, ni a aceptarlo si no quieres. Solo a tratarme con respeto.
—No es que no te respete. Es solo que… —Sebastián bajó la vista— no sé cómo manejarlo. Me siento fuera de lugar.
Bom respiró hondo y se cruzó de brazos.
—No te preocupes. Esta misma tarde me voy a Chiang Mai. Mi familia me espera para la celebración del Songkran. Si quieres volver a Bangkok, puedes hacerlo. Hay tren, autobuses, incluso vuelos. No estás atrapado. - dijo Bom. Abrió su bolso, cogió el dinero que le había dado Sebastián y se lo devolvió.
- No, quédatelo - dijo Sebastián.
- No quiero que te sientas en deuda con alguien que te incomoda. - dijo con cierta tristeza.
- Lo digo en serio, quédatelo, has hecho un trabajo espléndido - rehusó el dinero de nuevo.
Bom lo miró en silencio unos segundos, luego lo volvió a guardar en su bolso sin decir nada.
—Bom, yo…
Ella alzó la mano, interrumpiéndolo con suavidad.
—No hace falta que digas nada más. Ha sido un placer conocerte.
Se levantó con calma y añadió, con una sonrisa serena:
—Gracias por tu compañía. Me lo he pasado muy bien contigo, de verdad. Pero debo irme ya, si no, llegaré muy tarde. Te deseo un buen regreso a Bangkok. Y espero que te lleves un buen recuerdo.
Sebastián asintió, con la garganta seca. Quería decir algo más, pero no encontraba las palabras. Solo pudo mirarla mientras ella se giraba.
Bom entró en la habitación, recogió sus cosas con tranquilidad y luego se despidió de Lak con un gesto afectuoso y una pequeña reverencia.
Sebastián se quedó solo en el salón, inmóvil. El murmullo de la calle llegaba lejano, amortiguado. No sabía qué hacer. Ni adónde ir. Solo sabía que algo dentro de él se había movido.