“El ingrediente inesperado” - Capítulo 5

“El ingrediente inesperado” - Capítulo 5
foto: Daniel Aragay

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El hostal se alzaba en un edificio de tres plantas, estrecho y alargado, de no más de diez metros de fachada. Tenía un aspecto limpio, con una estructura que combinaba elementos modernos con guiños a la arquitectura tradicional tailandesa. La fachada estaba revestida con grandes bloques de piedra blanca.

Un porche sobrio sobresalía justo en la entrada principal, rematado con un tejado puntiagudo que recordaba, sin exagerar, al perfil de los templos budistas. En el centro del triángulo frontal, Sebastián adivinó unas letras en tailandés de color rojo con contorno dorado. Intuyó que era el nombre del hostal.

Junto a la entrada principal, ligeramente apartada del camino de acceso, Sebastián se detuvo un instante al ver una pequeña estructura sobre una base de cemento. Era una de esas casas de los fantasmas que tanto le fascinaban desde que había llegado a Tailandia: como un templo en miniatura, decorado con tejadillos puntiagudos, estatuillas y pequeñas ofrendas.

—Siempre me han encantado estas casas —dijo en voz baja, más para sí que para Bom, que ya caminaba hacia la entrada.

En el interior había figuritas de guardianes, guirnaldas de flores de color naranja, una botella de refresco rojo con una pajita y pequeños platos con arroz y fruta.

Bom y Sebastián cruzaron la entrada. Un suave olor a incienso flotaba en el aire, mezclado con el aroma a madera encerada y algo especiado que venía desde el interior. La recepción era sencilla pero acogedora. A la derecha, una mesa alta de madera oscura servía de punto de atención para los clientes. Encima, un pequeño jarrón con flores de loto frescas y una figura de Ganesha tallada en madera daban la bienvenida silenciosa.

A la izquierda, un restaurante pequeño y funcional ocupaba parte del espacio de la planta baja. Apenas contaba con ocho mesas dobles, con manteles de algodón estampados con motivos tradicionales y farolillos de papel colgando del techo. Un par de mesas estaban ocupadas por parejas jóvenes y mochileros que conversaban en voz baja o se concentraban en sus móviles, mientras sonaban de fondo suaves melodías tailandesas que parecían flotar más que reproducirse.

Detrás del mostrador, una chica revisaba algo en el ordenador con expresión concentrada. En una esquina, una estantería repleta de folletos turísticos, libros usados y mapas mal doblados sugería que aquel era un lugar de paso para viajeros sin demasiados planes.

Lak, el dueño del hostal y viejo amigo de Bom, apareció por una puerta lateral con una amplia sonrisa. Bom y Lak se saludaron al estilo tailandés, juntando las palmas de las manos y haciendo una leve reverencia. Intercambiaron unas palabras en tailandés antes de que Bom presentara a Sebastián. Lak también lo saludó a la manera tradicional, y Sebastián, aunque con cierta torpeza, devolvió el gesto.

Lak era algo mayor que Bom, pero su edad resultaba difícil de adivinar. Tenía 48 años, aunque apenas aparentaba 35. De estatura media —algo más bajo que Bom— y complexión delgada, destacaba por su cuerpo fibrado, como esculpido por años de actividad constante más que por horas de gimnasio. Llevaba una camisa ligera remangada hasta los codos que dejaba ver unos antebrazos marcados, y su sonrisa abierta, cálida y segura, lo hacía especialmente atractivo.

Como Lak no hablaba español, el inglés se convirtió en el idioma común entre los tres desde ese momento.

—Espero que vengáis con hambre, porque os he preparado un plato especial —dijo Lak con una agradable sonrisa.

—Muchas gracias —respondió Sebastián.

—Pero antes, Nam os dará las llaves de vuestras habitaciones. Os espero aquí, en el salón, mientras preparo la mesa —añadió Lak.

Nam, la recepcionista, levantó la mirada, sonrió y les entregó a Bom y a Sebastián las clásicas llaves de habitación, con un gran llavero que indicaba el número. Nada de tarjetas magnéticas. Segunda planta, habitaciones 23 y 24.

El hostal contaba con solo doce habitaciones, distribuidas en dos plantas: seis por nivel. No ofrecía lujos ni grandes comodidades, pero tenía un encanto sencillo y acogedor. Aunque era un alojamiento de precio moderado, estaba decorado con gusto, incorporando elementos de la cultura tailandesa en pequeños detalles: telas tradicionales colgadas en las paredes, tallas de madera y pequeñas figuras de Buda dispuestas con discreción.

La habitación de Sebastián era modesta pero agradable. Contaba con una cama individual, una mesilla, una silla de madera y un cuarto de baño con ducha. Todo estaba impecablemente limpio. Los muebles, de madera maciza de teca tailandesa, presentaban un estilo rústico pero elegante, con vetas cálidas que aportaban una sensación de calma y autenticidad. La luz natural entraba suavemente por una ventana con celosías de bambú, tamizando el calor del exterior y envolviendo la habitación en una atmósfera tranquila.

Sebastián dejó la maleta encima de la mesa y esperó a Bom delante de su puerta mientras comprobaba su teléfono móvil.

Bom salió de su habitación unos minutos más tarde, vestida con una blusa ligera y una falda “pha sin” que parecía recién planchada. El tejido, de un rojo profundo con reflejos dorados, estaba adornado con un delicado patrón Kanok, cuyas curvas elegantes se repetían como pequeñas llamas danzantes a lo largo del dobladillo. Cada línea parecía moverse al ritmo de sus pasos, como si la prenda tuviera vida propia. Sebastián no pudo evitar fijarse en cómo aquel diseño tradicional armonizaba con la forma de ser de Bom: natural y segura de sí misma.

Llegaron al comedor y vieron cómo Lak terminaba de preparar la mesa, que estaba dispuesta para dos comensales. Bom le dijo algo en tailandés con un tono sorprendentemente serio, a lo que Lak asintió sin decir palabra. Acto seguido, añadió un nuevo plato y cubiertos.

—Si no les parece mal, comeré con ustedes —dijo Lak en inglés, dirigiéndose a Sebastián.

—¡Faltaría más! —respondió Sebastián con una sonrisa—. Pero me tendrá que explicar qué ha cocinado, porque, por lo que veo, tiene una pinta impresionante.

En el centro de la mesa destacaba un pescado entero, asado a la sal. Una gruesa capa de sal gorda lo cubría por completo, formando una costra blanca que protegía la carne jugosa del interior. A cada lado había pequeños cuencos con verduras: algunas le resultaban familiares a Sebastián —como el pepino o la col—, pero otras eran del todo desconocidas. También había un bol con finos fideos blancos hervidos y varias tarrinas con salsas. Una de ellas, de tonalidad rojiza y textura densa, parecía estar repleta de chili y otras especias que prometían fuego en cada bocado.

El plato que iban a degustar recordaba al ritual del miang kham, un bocado tradicional del sudeste asiático. Lak les explicó que debían coger una hoja de lechuga, colocar encima un trozo de la jugosa carne del pescado asado, añadir un poco de fideos, los vegetales al gusto —jengibre, cilantro, cebolla crujiente— y, finalmente, verter una cucharadita de salsa picante por encima. Después, se cerraba la hoja como un pequeño paquetito y se comía de un solo bocado.

La técnica, explicó Lak, buscaba precisamente eso: que cada bocado fuera una mezcla única de texturas y sabores. La suavidad del pescado, el crujir vegetal, el aroma intenso de las hierbas frescas y el picante de la salsa hacían que cada paquetito fuera un pequeño viaje sensorial.

Sebastián lo observó todo con interés. Le recordó a un taco, pero envuelto en lechuga en lugar de tortilla. Sonrió al pensar en el paralelismo. También ahí mandaba el chile, claro. Qué curioso que un ingrediente nacido en México hubiera encontrado una segunda patria en Tailandia.

Entre bocado y bocado, Bom, Lak y Sebastián compartieron animadas conversaciones sobre Tailandia y España. En un momento dado, Sebastián mencionó —casi con timidez— las estrellas Michelin de su restaurante. Lak lo escuchó con una sonrisa humilde, y más aún cuando Sebastián añadió que la comida de Lak merecía tanto o más reconocimiento que la suya. Pero Lak no parecía preocupado por premios ni galardones; lo único que le importaba, dijo con naturalidad, era que sus clientes disfrutaran de cada plato.

Una vez terminada la cena, Bom y Sebastián salieron a dar un paseo para ayudar a digerir la excelente comida. El templo de Chom Nan Chaloem Phra Kiat Park no estaba muy lejos, así que caminaron tranquilamente siguiendo el curso del río Nan. En el camino, compraron un helado de mango en un puesto ambulante mientras disfrutaban de las vistas. A pesar de que era casi medianoche, la ciudad seguía llena de vida. Además, en plena celebración del Songkran, tuvieron la suerte de ser empapados por varios niños y adolescentes, algo que, con el calor que hacía, se sintió casi como una bendición.

Entre risas, charlas espontáneas y silencios cómodos, se fue creando entre ellos algo difícil de definir. Una cercanía que no parecía forzada, como si ya se conocieran de antes. Sebastián, que no solía abrirse con facilidad, se sorprendió de lo natural que le resultaba estar con Bom. Había en su forma de hablar, de observar el mundo, algo familiar, casi íntimo. Ella también parecía sentirse a gusto, riendo con pequeñas anécdotas, lanzándole miradas cómplices como si compartieran un código no escrito.

No era solo simpatía. Había algo más. Algo que empezaba a crecer entre ambos sin necesidad de palabras.

Tras caminar algo más de media hora, regresaron al hostal. Entraron en silencio, con el cuerpo relajado y la mente todavía flotando entre sabores y risas. Se acercaron a la oficina de Lak para desearle buenas noches.

Lak estaba revisando unas facturas sobre el escritorio, rodeado de carpetas y papeles. La oficina era sencilla pero ordenada: dos mesas, un armario lleno de archivadores y, en un lateral, un pequeño altar. Lo que más llamó la atención de Sebastián fue una figura colocada en el centro del altar: representaba a una mujer con colmillos, una expresión feroz pero serena, y un bastón en la mano. No supo decir por qué, pero aquella imagen le resultaba inquietante y fascinante al mismo tiempo.

—Buenas noches, Lak —dijo Bom con una leve inclinación de cabeza. Luego miró a Sebastián—. ¿Vienes?

—Ahora voy —respondió él sin apartar la vista del altar.

Cuando Bom desapareció por el pasillo, Sebastián se acercó un poco más.

—Perdona, Lak… ¿quién es esa figura?

Lak sonrió, como si estuviera esperando la pregunta.

—Ah, esa es Mae Nak —dijo, pronunciándolo como Mé Nak.— Es una figura muy conocida en Tailandia. Una mezcla de espíritu y diosa. Se dice que protege a los que ama… aunque su historia es más bien trágica. Por eso tiene colmillos y ese bastón, es una forma de recordar que incluso lo sagrado puede dar miedo si se cruza una línea.

Junto al altar había varias fotos enmarcadas. Una de ellas mostraba a dos adolescentes con uniforme escolar. Sebastián se detuvo un momento a observarla. Reconoció a Lak, más joven pero inconfundible. El otro chico, en cambio, le sonaba familiar pero no sabía el qué.

Lak, que notó su interés, habló con naturalidad:

—Fuimos juntos a la misma escuela. En aquel entonces, Bom era como mi hermano pequeño.

Sebastián giró lentamente la cabeza hacia Lak, sin entender del todo.

—¿No querrás decir sister? —preguntó con una sonrisa tensa, como queriendo corregir con amabilidad un error evidente.

Lak negó con suavidad, sin perder la calma.

—No. Dije brother. Nos conocimos cuando Bom era un chico.

Sebastián se quedó en silencio unos segundos. Volvió a mirar la foto, incrédulo. Sintió cómo algo se revolvía dentro de él: sorpresa, incomodidad… incluso un atisbo de rechazo que no supo de dónde venía exactamente. ¿De la educación? ¿De su entorno? ¿De sí mismo? No podía creerlo. ¿Bom? ¿Un chico?

Intentó controlar su expresión, sintiendo que su rostro podría delatarlo. Asintió con una leve mueca, murmurando algo ininteligible.

—Bueno… —dijo finalmente, sin saber muy bien qué añadir.

Lak lo miró con paciencia, pero no dijo nada más.

Sebastián dio un paso atrás, como si necesitara recuperar el aire.

—Creo que me voy a la habitación. Estoy… cansado.

—Claro —respondió Lak, sin juicio alguno—. Buenas noches, Sebastián.

—Buenas noches.

Salió con paso firme pero acelerado. Ya en el pasillo, lejos de la mirada de Lak, se detuvo un segundo, apoyándose discretamente en la pared. Le costaba asimilarlo. Había estado todo el día con Bom, habían hablado, reído, comido juntos… Y ahora, de golpe, todo le parecía distinto. O quizá era él el que no estaba preparado para verlo igual.

Suspiró hondo y siguió su camino hacia la habitación. No sabía qué pensar. Pero sabía que, aunque intentara fingir lo contrario, aquella revelación le había removido más de lo que le gustaría admitir.